Una Europa entre Benet y Larbaud.
LA
TIERRA DEL GRAJO es prueba de que es posible situar una novela de
viajes tanto en los bosques de Karelia, en los del Alto Palatinado o en
las costas croatas de principios de siglo XX como en las provincias de
la España tradicional, tan denostada por todos. Las misma irradiación
poética es posible encontrar en los ordenados jardines de un sanatorio
suizo que en las agrestes montañas del interior de Castellón o en las
llanadas semiáridas alicantinas. Así lo vieron viajeros de necesidad o
de fortuna, como Larbaud o Unamuno. ¿Qué diferencia sustancial hay, a
los ojos del viajero, entre el valle del Palamó de principios del siglo
XX (pequeña artesa aluvial del extrarradio de Alicante, hoy convertida
en tierra de rotondas y edificios de varias plantas), con sus casas de
recreo modernistas y sus jardines de cipreses y palmeras, y las
soleadas laderas de la Toscana? Quizá entre ambas no haya más que la
distancia que impone el prejuicio más arraigado en España: aquél que
afirma que la tierra de nuestro país es la esencia misma del atraso. De
ese pretendido atraso secular que ha servido como justificación para el
desmembramiento de toda una cultura rural (a la que Sánchez Dragó viera
ya herida de muerte) para promover su asimilación a las formas que
impone el mundo anglosajón. LTDG, en la tradición de Juan Benet, Valery
Larbaud y Alvaro Cunqueiro, nos ofrece alternativas a esas formas
excesivamente rígidas. Y muchos, muchísimos kilómetros por recorrer,
por medio mundo. Pero de otra manera.
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